Comentario
Fueron precisamente Zeuxis de Heraclea y su contemporáneo Parrasio de Efeso, ambos activos en el último cuarto del siglo V y primeros años del siguiente, quienes vieron con claridad las posibilidades del sombreado. En sus manos, la pintura iba a convertirse en una técnica totalmente nueva, en la que verdad e imitación se fundían de forma mágica y maravillosa.
Son muchas las anécdotas que se cuentan acerca de la capacidad ilusionista de sus pinturas. Valga una de ellas como simple ejemplo: "Se cuenta que éste último (Parrasio) compitió con Zeuxis; éste presentó unas uvas pintadas con tanto acierto que unos pájaros se habían acercado volando a la escena, y aquél presentó una tela pintada con tanto realismo que Zeuxis, henchido de orgullo por el juicio de los pájaros, se apresuró a quitar al fin la tela para mostrar la pintura, y al darse cuenta de su error, con ingenua vengüenza, concedió la palma a su rival, porque él había engañado a los pájaros, pero Parrasio le había engañado a él, que era artista" (Plinio, NH, XXXV, 65; trad. de María E. Torrego).
Obviamente, nadie nos obliga a creer en la verdad de estas aseveraciones. Pero antes de burlarnos desdeñosamente de ellas, no estaría de más recordar cómo, al comentar la primera sesión cinematográfica que se presentó en Nueva York, allá en 1896, y en la que apareció la filmación de un paisaje marino con olas, el The New York Drarnatic Mirror comentó que "algunos espectadores de las primeras filas parecían temerosos de mojarse y buscaban con la vista un refugio". Es posible que, para quien jamás ha visto un cuadro con sombreados y perspectivas, la sensación de realidad sea más profunda y desasosegante.
Zeuxis y Parrasio explotaron efectivamente su papel de brujos, de creadores de confusión. Incluso en su aspecto externo, si damos crédito a las fuentes que nos han llegado, hicieron ostentación de su fantasiosa originalidad: Parrasio vestía de púrpura y llevaba corona y sandalias doradas (Eliano, Var. Hist., IX, 11), mientras que Zeuxis se paseaba por Olimpia con su nombre bordado en letras de oro sobre el manto (Plinio, NH, XXXV, 62). Realmente, sus actitudes provocativas e histriónicas tenían puntos de contacto con esos contemporáneos suyos que fueron los sofistas.
Y es que, a nivel más profundo, Zeuxis y Parrasio son precisamente el paralelo estético de los sofistas. Si Gorgias, al hablar de los poderes de la palabra, dice que "compenetrándose con la opinión del alma, el poder de su encantamiento la fascina, persuade y modifica con su hechizo; del hechizo y la magia se han inventado... artes que son extravío del alma y engaños de la opinión" (Helena, 8, 15), puede afirmarse que la nueva pintura intenta los mismos objetivos con sus peculiares medios. En último término, ambos pintores suscribirían la famosa frase de la obra "Dialexeis", escrita por algún anónimo sofista, según la cual "en la tragedia y en la pintura, quien más engañe haciendo cosas semejantes a las verdaderas, es el mejor" (3, 10).
Plenamente ligados a las tendencias de pensamiento más en boga en su época, Zeuxis y Parrasio desempeñaron también en otros aspectos de la actividad artística un papel de enorme importancia. Supieron aprovechar, por ejemplo, la tendencia de los sofistas a valorar el placer como un bien indiscutible, independiente de la verdad (Los "poetas no componen sus poemas con vistas a la verdad, sino al placer de los hombres, se dice en Dialexeis," 3, 17), y también independiente de la utilidad ("Estos objetos son imitaciones de los cuerpos reales y proporcionan el placer de la contemplación, pero ninguna utilidad procuran a la vida de los hombres", afirma Alcidamente en su "Oratio de Sophistis", 10), y con ello lograron conquistar una libertad y dignidad que antes parecían inalcanzables para el oficio de artista: Zeuxis imaginó temas nuevos, sin antecedentes en la iconografía tradicional (por ejemplo, su Familia de centauros, descrita por Luciano, Zeuxis, 3-8), y, según se decía, su orgullo era tan desmedido que regalaba sus obras, diciendo que nadie podría pagar su precio; en cuanto a Parrasio, se consideraba a sí mismo príncipe de la pintura y descendiente de Apolo. Decididamente, los artistas del siglo IV a. C. tendrán buenos precedentes para asentar su dignidad artística y poner coto a las injerencias de los clientes en su actividad.
Otro paso que se da por entonces, al menos desde el punto de vista teórico, es el planteamiento de lo subjetivo en el criterio estético: como decían los sofistas, si "alguien mandase a todos los hombres reunir en un solo montón lo que considerara feo, y, de nuevo, del conjunto cogiera cada cual lo que tiene por hermoso, no dejaríamos nada a un lado, sino que todos se repartirían todo, pues no todos piensan lo mismo" (Dial., 2, 8)". Se trata aún de una boutade, pero es el punto de partida hacia la libertad de estilo personal. Ya parece incluso, por ciertos textos, que podría fijarse alguna diferencia entre las obras de Parrasio, preocupado por la limpieza de líneas y por la elegancia de la cara y peinados, y las de Zeuxis, interesado sobre todo por las tonalidades y las corpulentas musculaturas. Por ello, aunque no nos ha llegado ninguna obra de estos grandes artistas, es posible sugerir que acaso -sólo acaso- dos mármoles pintados en grisalla y procedentes de Herculano nos proporcionen un reflejo de lo que fue el estilo de cada cual: Pirítoo dando muerte al centauro Euritión, ante la asustada Hipodamía, podría reflejar el arte de Zeuxis, y las Jugadoras de tabas se acercarían más bien al estilo de Parrasio.
Si contemplamos estas obras -que, de cualquier modo, reflejan el arte del dibujo en torno al 400 a. C.-, inmediatamente veremos los intentos de obtener, mediante líneas de distinto grosor o mediante el sombreado tonal, un cierto efecto de relieve, hasta entonces desconocido. Pero también es digno de resaltarse otro elemento aún incipiente, que podemos observar sobre todo en el Pirítoo, y de cuya importancia ya hemos hablado: es el intento de dar expresividad a las facciones.